Cuando conocí al Tío Storm me sonrió tres veces con los ojos antes de saludarme con un acento suavemente aterciopelado, azul, en un francés de extrarradio. Cuando yo ya caminaba sobre su espalda, me dijo que se había acercado a mí porque notó mi desesperación, mi enganche encubierto. Yo sonreí y le clave el estileto sobre el flanco derecho, ella gimió. Aquella herida y su subsiguiente cicatriz fueron mi primer regalo en agradecimiento para el Tío Storm.
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